10/06/2023 Royan-La Cotiniere
La arribada a Royan un tímido
amanecer se manifiesta con la despedida progresiva de las luces de
señalización. Al menos nos permite ver la estructura del faro de
Cordouan, cuya luz de sectores llevamos escudriñando media noche. ¡El
rey de los faros, el faro de los reyes!, así es llamado en la república
que los pasó por la guillotina. Posee una habitación por si Le roi, acaso tuviese el húmedo capricho de pasar allí una noche.
En
la aproximación, algún error en el rumbo pudo habernos llevado a los
escollos de no haber corregido a tiempo: es la ventaja de disponer de
cuatro ojos en vez de dos. Atravesamos el amplísimo estuario del Garona
con la primera luz del alba y plegamos velas sin mayor contratiempo.
Colgamos defensas, preparamos amarras y, después de una merecida ducha,
dormimos a pierna suelta mecidos por las aguas del río. El intento de
hacer una excursión al faro desde el puerto se vio truncado: no quedaban
plazas libres en la visita de ese día. Una pena, porque el barco que
nos acercaría desde Royan es anfibio y una vez alcanza la isla, rueda
por sus playas hasta el acceso. He de conformarme con ver sus hermosas
fotos a través de Google, o esperar a comentarios de Álvaro. Él se
emplaza a visitarlo a su vuelta de Londres.
Pasamos la tarde
holgazaneando por Royan. Conociendo los rincones de una ciudad que por
su posición estratégica, orgullo malentendido y falta de sincronía entre
los ejércitos francés y británico, fue reducida a escombros en enero de
1945, durante un bombardeo de RAF. Así lo atestiguan las fotografías
ante la iglesia de Notre Dame. En su reconstrucción parece que hubieran
dado vía libre a cuanto arquitecto "creativo" se sintió concernido. La
levantaron en tiempo récord, es cierto, aunque se trate de una oda al
mal gusto: el hormigón de sus muros recuerda más a un silo que a un
lugar sagrado.
Hoy, para cenar, diminutos mejillones al vapor en un curioso chiringuito de playa. Una pareja de músicos ameniza la velada, se parte el alma para pagar las facturas a golpe de viejas canciones de Abba y melodías patrias que enardecen el corazón de los comensales: ¡alle, alle, alle…! Se enciende de nuevo la linterna del faro. Mañana trataremos de alcanzar La Rochelle.
Por más que bregamos
el amplio resguardo que hubimos de dar al faro de Cordouan, sumado al
intenso viento noroeste, nos impide alcanzar la punta de Chassiron,
extremo norte de la isla de Oléron, y enfilar La Rochelle. Nada que
objetar. El pequeño puerto de La Cotiniere, aparecido como por ensalmo
en la carta y seguro lugar de refugio, nos permite dividir la travesía y
disfrutar de unas instalaciones excelentes. Para regocijo del patrón
dimos con un pescador aficionado a los comics que tiene “todo lo que se
pueda tener sobre Corto Maltés”, asegura su esposa.
En el puerto
de pescadores las gaviotas parecen esperar con paciencia a que llegue
el lunes subidas a los barcos vecinos. Ni se molestan en buscar otro
sustento que no sea el que los marineros les ofrecen con los descartes
del pescado. Sobre los puentes, aguardan a que se reanude la semana como
haría cualquier persona una melancólica tarde de domingo.
Recorro
las calles alejadas del centro. Vago entre un laberinto de casas
hermosas y sencillas. Un denso aroma a higueras, jazmín y aromáticas me
asalta en cada esquina. Paseo junto a fachadas de cantos de playa o
ladrillo, enfoscadas y encaladas con gusto; las ventanas y
contraventanas lucen pintadas en armónicos colores violeta, azul,
mostaza... se rodean de jardines pulcros y comedidos. Uno desearía vivir
en cada uno de estos rincones, pasar un verano al menos; incluso un
invierno: si desde ese lugar batido por las olas y la furia de los
vientos no surge una buena historia, es que no se tiene nada que contar.
De momento sólo se me ocurre el título de una película cursi de sábado
tarde: Una casa en Oléron. Pero como en cualquier mal filme, entre tanta
belleza se levanta sin avisar —en un cruce de calles, junto a la
escuela infantil del pueblo—, un puñetazo visual que noquea y asquea al
mismo tiempo: un luminoso de patatas fritas de la firma McDonald’s. Es
como descubrir una hemorroide en el cuerpo de una odalisca.
¿Por
qué a menudo idealizamos aquellos lugares que visitamos? ¿Por qué
tratamos de convencernos de que allí seríamos mucho más felices que en
el lugar del que procedemos? No puedo evitar traer a Rafael Berrio de
nuevo a colación: «Por eso tanto da, lo mismo aquí que allá, si llevas
contigo el infierno de tu intimidad», canta en El sitio de San Sebastián.
Extraña,
emociona comprobar que en las viviendas de la Cotiniere excusan
levantar altas vallas en los jardines; separarse de sus vecinos por
muros; escatimar a los demás la vida doméstica (tan similar a la del
resto, seguramente). Pequeñas, frágiles verjas de madera blanca permiten
disfrutar del jardín o la vivienda ajenos, aunque sea de modo visual:
también se convive en el hogar de los demás. Qué diferentes a las
fortalezas de granito, setos, tapias y vallados que separan nuestras
fincas en España. Convivir, hermosa palabra.
Miguel Cabero (https://caberomiguel.blogspot.com/)
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