06/06/2023 Hondarribia-Capbreton
En todo viaje que se precie hay
hitos, pequeños detalles que marcan cuando acontecen un punto de no
retorno. La toma de una decisión trascendente que determinará el resto
del periplo. Con Fernando de Magallanes sucedió en el estrecho que lleva
su nombre: “¿Qué hacer ahora? —consulta el almirante a sus capitanes
tras haber alcanzado el paso que había prometido a su rey y valedor, el
joven Carlos V— ¿Proseguir hacia el oeste, hacia el Moluco y jugarse la
vida en un océano desconocido, o darse por satisfecho con el hallazgo
del paso y regresar a España?” En su fuero interno conoce la respuesta:
“Thalassa, thalassa”, hacia el mar, hacia el horizonte, como dijeron los
navegantes griegos en la antigüedad. Así lo haremos también a bordo al
cambiar los libros de pilotaje de la guía Imray: La Costa Cantábrica por
Atlantic France; izamos la bandera francesa de cortesía en uno de los
obenques y nos adentramos en aguas francesas.
Con
cielo despejado y aguas turquesa —parece que el esmeralda de los campos
cantábricos haya saltado al mar francés—, nos dejamos empujar a cinco
nudos hacia el primer y único puerto de recalada en el sur de Francia:
Capbreton. Luego de siete horas asomará por la amura de estribor tras
los interminables playones de las Landas. Aquello que se desprendía del
pronóstico: “un arrastrarse bajo el sol con un viento sur de fuerza
escasa” terminó por dar lugar a una navegación apacible y briosa donde
colgar los pies desde la borda hacia al mar auxiliados del piloto
automático.
En la recalada, tras el nerviosismo inicial de la
maniobra de entrada —la corriente de marea empuja con fuerza hacia el
interior, levanta olas contrarias desde la desembocadura del río—, nos
sorprende en el pantalán un marinero que entra y sale de nuestro
corredor con un gran barco de pasajeros. Tras aguardar a que ejecute su
tercera (y extraña) maniobra nos da paso y grita “training”. Parece que
acaban de contratarlo como patrón y ensaya el atraque. Al atardecer lo
vemos saliendo hacia el ocaso con su primer pasaje. Suerte, patrón.
Primera cerveza en Francia. Pongo en contexto lecturas juveniles:
liberalidad, alegría, e idealizados veraneos desde la gris España
posfranquista. Nombrar esta pequeña localidad evoca la diversión, la
despreocupación y los dulces amores veraniegos de la época yé-yé: France
Gall, Francoise Hardy, Brigitte Bardot… Por contra, en la terraza donde
me siento suena la omnisciente Shakira “él está por mí, y por ti
borroooó”. Otros tiempos. Junto al patrón, contemplo el espléndido
atardecer de sangre que deja en perfecto contraluz a los chavales
zascandileando en lo alto de la linterna roja del espigón. Anuncia en
grandes letras metálicas, Capbreton. Desde la pasarela de madera que
ordenó levantar Napoleón III (y resiste orgullosa el paso de siglos),
asistimos embelesados a un crepúsculo en sanguinas que se escurre
parsimonioso hacia el mar. Con la noche incipiente pedalea hacia la
estacada un grupo de unos cincuenta chicos y chicas adolescentes. Están a
las órdenes de dos monitoras que abren y cierran la marcha. Conversan
en parejas. Ríen, gritan, cantan como bandada de gorriones mientras las
luces destellantes de sus cascos se funden con las primeras estrellas.
Volveré a observarlos a su regreso desde la playa, cuando dejen un trazo
sinuoso de luces tras ellos: llevan a su espalda el sol; comienzan sus
vidas en un magnífico escenario.
Miguel Cabero (https://caberomiguel.blogspot.com/)
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