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martes, 31 de octubre de 2023

Santander-Nantes, la crónica de mi tripulante. 10) La Rochelle-La Rochelle.

 12/06/2023 La Rochelle-La Rochelle

Visita al búnker de La Rochelle. Antiguo hotel del pueblo reconstruido durante la ocupación nazi para albergar a los oficiales de la armada de ese país. En sus sótanos, docenas de dependencias firmemente aseguradas con cemento y hormigón: salas de transmisiones, enfermería, despacho del alto mando, habitaciones de descanso, bar … Nada faltaba allí salvo aire fresco. Después de un rato en sus dependencias se echa de menos, el que hay está viciado y provoca mareo. El espacio lo decoran maniquíes (hombres y mujeres) en uniforme de campaña: radiotelegrafistas, soldados de paso, heridos tendidos en sus camastros, enfermeras… recrean con precisión un espacio que no debió de resultar tan ideal como lo muestran. Alrededor fotografías, vídeos, maquetas y documentos sonoros que ilustran lo que hubo de suponer vivir bajo la opresión alemana.




Considero obligado acudir al mercado de la localidad. Pequeño y precioso cuerno de la abundancia: pan artesano, carnes, pescados, mariscos, fiambres, quesos (¡vive la France!), embutidos (una mujer los elabora en el mismo puesto donde su marido los vende), rillettes, quiches, confites… y una enorme lista de delicias que forman parte indisociable de la gastronomía, y por extensión, de la cultura francesa. Junto a la fachada principal, el puesto de ostras. Allí acuden las señoras llevando consigo una pequeña fiambrera doméstica y la familiaridad del trato habitual. Hacerse abrir media docena, acompañarlas con pan y mantequilla, maridarlas con un vaso de vino blanco (bastante malo, en mi opinión) no es un capricho, representa una cumbre de la civilización: el placer de conversar y reír con amigos alrededor de un barril donde esperan estos manjares es, poco más, lo que nos llevaremos de esta vida. Me dieron envidia los vecinos franceses: disfrutaban en compañía del festín del que yo daba cuenta en soledad.



Por la tarde, visita el Museo de Historia Natural de La Rochelle. Tan sólo el magnífico edificio que lo alberga o el recorrido por sus jardines con especies —helechos, palmeras, ficus, magnolios, nenúfares, bambúes y un largo etcétera— venidas de las colonias y asentamientos franceses de ultramar, ya hubiera merecido la pena. 

Pero es que sus salas y pasillos contienen maravillas animales más asombrosas cuanto más se recorren. Perderse por ellas escuchando el crujido de sus vetustos suelos, entusiasmarse en cada vitrina con especies de pájaros, serpientes, anfibios, reptiles, mamíferos, peces de todos los tamaños, colores y formas es asomarse a la fascinación que debieron sentir sus descubridores. Hoy resulta sencillo y hasta aburrido ver a cualquiera de estos en un documental, pero entre los siglos XV y mediado el XVII, cuando los europeos comenzaron a salir de sus fronteras y tuvieron ocasión de confrontar otros humanos (en este lugar pueden ¡¿apreciarse?!, cabezas reducidas; hombres a los cuales se dudó en calificar como tales por carecer del mismo aspecto, conocimientos o intereses que los europeos), otras especies, una flora inmensa y diversa habitando el mismo planeta, hubieron de quedar estupefactos con tales hallazgos. 

Los científicos y mentes lúcidas, curiosas o adineradas de la vieja Europa enseguida se aprestaron a hacer acopio de estos tesoros; coleccionarlos, exponerlos en gabinetes privados (el museo ofrece uno de ellos tal como era, cedido por un vecino ilustre del lugar), y estudiarlos con celo y diligencia hasta desentrañar misterios que hoy nos resultan obvios. Aunque también hay en el edificio lugar para la desgracia o la llamada de atención: allí se encuentra expuesto el esqueleto de un dodo, pájaro hoy extinto que habitaba Isla Mauricio y fue diezmado hasta su desaparición con la llegada del hombre blanco… ¡Un nido de pájaro tejedor!, el esqueleto de anatomía humana del doctor Azoux (realizaba modelos a base de pasta de papel; desmontables y con bisagras, de un realismo y utilidad didáctica sorprendentes); magníficas representaciones etnográficas (vestidos, instrumentos musicales, utensilios). Un lugar, en suma, donde asombrarnos del conocimiento adquirido por nuestra especie y concienciarnos del valor que deberíamos darle al resto de las criaturas que comparten la vida con nosotros.





Pero, por desgracia, todo lo que se puede ver en el museo está muerto; para observar la vida es aconsejable subir a lo alto de la Torre de la Cadena, contemplar el agitado ir y venir de los barcos que llegan al recoleto puerto viejo, disfrutar de una cerveza en compañía de turistas y locales que han subido hasta la misma terraza. Música electrónica con fondo étnico a un volumen que no apaga la felicidad de las voces en torno a uno; el hábito local de tomar el aperitivo antes de la cena (siempre demasiado temprana para la costumbre española) desde un lugar simbólico de la ciudad: entre las torres de San Nicolás y la Linterna. Por fortuna un intenso chubasco nos lleva, de pronto, a guarecernos entre las lonas del local; aproximarnos a la barra en busca de abrigo común, igual a la manada de antílopes (disecados) que acabo de ver hace unas horas en el museo. Al final, la naturaleza vence cualquier humano propósito.

Miguel Cabero (https://caberomiguel.blogspot.com/

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