12/06/2023 La Rochelle-La Rochelle
Visita al búnker de La
Rochelle. Antiguo hotel del pueblo reconstruido durante la ocupación
nazi para albergar a los oficiales de la armada de ese país. En sus
sótanos, docenas de dependencias firmemente aseguradas con cemento y
hormigón: salas de transmisiones, enfermería, despacho del alto mando,
habitaciones de descanso, bar … Nada faltaba allí salvo aire fresco.
Después de un rato en sus dependencias se echa de menos, el que hay está
viciado y provoca mareo. El espacio lo decoran maniquíes (hombres y
mujeres) en uniforme de campaña: radiotelegrafistas, soldados de paso,
heridos tendidos en sus camastros, enfermeras… recrean con precisión un
espacio que no debió de resultar tan ideal como lo muestran. Alrededor
fotografías, vídeos, maquetas y documentos sonoros que ilustran lo que
hubo de suponer vivir bajo la opresión alemana.
Considero
obligado acudir al mercado de la localidad. Pequeño y precioso cuerno
de la abundancia: pan artesano, carnes, pescados, mariscos, fiambres,
quesos (¡vive la France!), embutidos (una mujer los elabora en el mismo
puesto donde su marido los vende), rillettes, quiches, confites… y una
enorme lista de delicias que forman parte indisociable de la
gastronomía, y por extensión, de la cultura francesa. Junto a la fachada
principal, el puesto de ostras. Allí acuden las señoras llevando
consigo una pequeña fiambrera doméstica y la familiaridad del trato
habitual. Hacerse abrir media docena, acompañarlas con pan y
mantequilla, maridarlas con un vaso de vino blanco (bastante malo, en mi
opinión) no es un capricho, representa una cumbre de la civilización:
el placer de conversar y reír con amigos alrededor de un barril donde
esperan estos manjares es, poco más, lo que nos llevaremos de esta vida.
Me dieron envidia los vecinos franceses: disfrutaban en compañía del
festín del que yo daba cuenta en soledad.
Por
la tarde, visita el Museo de Historia Natural de La Rochelle. Tan sólo
el magnífico edificio que lo alberga o el recorrido por sus jardines con
especies —helechos, palmeras, ficus, magnolios, nenúfares, bambúes y un
largo etcétera— venidas de las colonias y asentamientos franceses de
ultramar, ya hubiera merecido la pena.
Pero es que sus salas y pasillos contienen maravillas animales más asombrosas cuanto más se recorren. Perderse por ellas escuchando el crujido de sus vetustos suelos, entusiasmarse en cada vitrina con especies de pájaros, serpientes, anfibios, reptiles, mamíferos, peces de todos los tamaños, colores y formas es asomarse a la fascinación que debieron sentir sus descubridores. Hoy resulta sencillo y hasta aburrido ver a cualquiera de estos en un documental, pero entre los siglos XV y mediado el XVII, cuando los europeos comenzaron a salir de sus fronteras y tuvieron ocasión de confrontar otros humanos (en este lugar pueden ¡¿apreciarse?!, cabezas reducidas; hombres a los cuales se dudó en calificar como tales por carecer del mismo aspecto, conocimientos o intereses que los europeos), otras especies, una flora inmensa y diversa habitando el mismo planeta, hubieron de quedar estupefactos con tales hallazgos.
Los científicos y mentes lúcidas, curiosas o adineradas de la
vieja Europa enseguida se aprestaron a hacer acopio de estos tesoros;
coleccionarlos, exponerlos en gabinetes privados (el museo ofrece uno de
ellos tal como era, cedido por un vecino ilustre del lugar), y
estudiarlos con celo y diligencia hasta desentrañar misterios que hoy
nos resultan obvios. Aunque también hay en el edificio lugar para la
desgracia o la llamada de atención: allí se encuentra expuesto el
esqueleto de un dodo, pájaro hoy extinto que habitaba Isla Mauricio y
fue diezmado hasta su desaparición con la llegada del hombre blanco… ¡Un
nido de pájaro tejedor!, el esqueleto de anatomía humana del doctor
Azoux (realizaba modelos a base de pasta de papel; desmontables y con
bisagras, de un realismo y utilidad didáctica sorprendentes); magníficas
representaciones etnográficas (vestidos, instrumentos musicales,
utensilios). Un lugar, en suma, donde asombrarnos del conocimiento
adquirido por nuestra especie y concienciarnos del valor que deberíamos
darle al resto de las criaturas que comparten la vida con nosotros.
Pero,
por desgracia, todo lo que se puede ver en el museo está muerto; para
observar la vida es aconsejable subir a lo alto de la Torre de la
Cadena, contemplar el agitado ir y venir de los barcos que llegan al
recoleto puerto viejo, disfrutar de una cerveza en compañía de turistas y
locales que han subido hasta la misma terraza. Música electrónica con
fondo étnico a un volumen que no apaga la felicidad de las voces en
torno a uno; el hábito local de tomar el aperitivo antes de la cena
(siempre demasiado temprana para la costumbre española) desde un lugar
simbólico de la ciudad: entre las torres de San Nicolás y la Linterna.
Por fortuna un intenso chubasco nos lleva, de pronto, a guarecernos
entre las lonas del local; aproximarnos a la barra en busca de abrigo
común, igual a la manada de antílopes (disecados) que acabo de ver hace
unas horas en el museo. Al final, la naturaleza vence cualquier humano
propósito.
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