15/06/2023 L’Herbaudiere-Porchinet
No
comprendo muy bien por qué hemos de pasar de L’Herbaudier a Porchinet
antes de embocar el estuario del Loira, “pero en la vida no hay que
entenderlo todo”, me respondo; basta seguir las órdenes del patrón y
dejarse llevar a una localidad singular de la que apenas conoceré la
playa y un puerto en forma de raqueta, diseñado a propósito para
conjurar las intensas mareas que durante años han dejado en seco las
embarcaciones. Todavía lo hacen, pues media flota sigue en el fondeadero
habitual y la otra media se ha trasladado a la gigantesca nueva
instalación. Merece la pena echarle un vistazo en Google Maps.
Antes
de alcanzarlo observamos, difusos entre la bruma de la tarde, la línea
de enormes barcos mercantes que aguardan el momento de remontar las
aguas del río y alcanzar Saint Nazaire. Algo más alejadas se intuye la
rotación de las aspas de un parque eólico marino, seguramente visible
los días claros. Abundan en la costa atlántica, en España estamos aún
con el debate incipiente de su conveniencia o no. Ya en la escuela nos
enseñaban a no copiar jamás. No lo comparto.
Una visita rápida
por el paseo de esta ciudad salinera en origen, y vacacional después —se
adivina por las enormes villas que han ido quedando sepultadas entre
anodinos edificios—, da una somera idea del poderío de su economía.
Tanto los caserones que se ven dispersos por el bulevar del océano, como
los que encontraremos una vez remontemos el río en su margen derecha,
confirman el pasado esplendoroso de la villa. Casinos, hoteles y baños
de mar fueron, en el período de entreguerras y durante la Segunda Guerra
Mundial, lugar de descanso de las tropas nazis. En la vecina Saint
Nazaire se construyó una base de submarinos que todavía hoy puede
visitarse. Destaca en la fachada litoral un grupo de edificios que
semejan una ola en su concepto. Personalmente me parecen espantosos,
claro que va en gustos. Lo que es seguro es que los apartamentos no
resultarán baratos.
16/06/2023 Porchinet-Nantes
Resultará
extraño que lo exprese así, pero debo decir que la etapa de la que
guardo más vivo recuerdo es el ascenso del Loira, desde Pornichet hasta
Nantes. Quizá porque nunca había realizado una navegación fluvial (la de
Bilbao resultó demasiado corta) y todo me asombra. El impresionante
puerto de Saint Nazaire con sus docenas de terminales, pontones,
almacenes, grúas, astilleros, bases militares… Vistos desde el río, los
distintos tipos de barcos que atracan en sus muelles o crecen como
colosos en sus astilleros (en este momento finalizan un crucero
semejante a la unión de dos edificios: tiene incluso una calle entre
ellos); se van llenado o vaciando sus bodegas de carbón, coches (alguno
procede de Vigo), cereales, químicos y un etcétera enorme, avivan la
imaginación hacia el tránsito que hubo de tener en otro tiempo, cuando
las tropas de ocupación alemanas construyeron un laberinto de hormigón
armado para dar cobijo en una de sus bases a los terroríficos U-bots en
la costa atlántica.
Pasada
dicha localidad, y una vez continuamos río arriba empujados con fuerza
por la corriente, —ayudados también de las velas cuando el viento es
propicio—, la navegación se convierte en una delicia silenciosa. Los
campos pasan veloces desde ambas riberas; marjales, marismas, pastos,
algún que otro labradío o pequeño bosque acercan al centro del río
escenas bucólicas que poco habrán cambiado después de los siglos. Se
escucha el batir estrepitoso de alas de los ánades, los mugidos de
alguna vaca en la distancia, el trino de los pájaros y hasta el rumor
siseante del cañaveral a medida que el barco asciende. En sus aguas
color chocolate se sumergen, desde las orillas, ingenios de redes que se
sustentan de pértigas, brotan desde precarias casetas. Ignoro lo que
capturan, pero no me cabe duda de que llevan siglos haciéndolo de igual
modo.
En este tiempo, en cambio, el río se puebla con esculturas
y creaciones cargadas de ingenio e imaginación al servicio de los
nuevos usos turísticos: una mansión semisumergida, una casa en lo alto
de un faro, un gorila entre los árboles de la ribera, el esqueleto de
una serpiente gigantesca en el lecho del río… Docenas de estímulos que
tratan de alimentar los cruceros que parten desde, Nantes e intentan
transformar de nuevo la ciudad hacia otros usos. No en vano, la ciudad
es la villa natal de Julio Verne.
Me
conmueve la tormenta que se forma a nuestra popa y nos respeta por
poco. El contraste entre las aguas marrones del río y el cobalto
desvaído del cielo entre chubascos: realza el verdor de las riberas, los
colores artificiales de una nave de producción eléctrica —silenciosa,
colosal— que quema carbón junto al cauce y despide aroma a combustible
mezclado con olor a limo. El aire fresco que aporta el aguacero a su
paso viene a dejar todo en su sitio: regresa a la nariz el olor a caña, a
densa agua estancada, vegetación que crece impasible con el empuje de
la estación.
Resta
poco para alcanzar el pontón Belém. El que utiliza ese barco escuela
cuando está en la ciudad, y al que se atracará el Corto Maltés durante
su breve estancia en la ciudad. Tras la maniobra de atraque, luego de
asegurar con muelles metálicos las amarras del barco, aparejaremos
petates y enseres para bajar a tierra. Una travesía más junto al capitán
que culmina con éxito. Tan pronto echo el pie al pantalán siento
nostalgia de lo navegado, de lo vivido. Pero ya se incorpora Ana a la
tripulación y los tres compartiremos una comida deliciosa en el no menos
delicioso Jardín de las Plantas. Gran fin de fiesta.
Sólo cumple escribirlo, paladearlo de nuevo.
Miguel Cabero (https://caberomiguel.blogspot.com/)
Gracias por tu colaboración, Miguel.
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