Prólogo epílogo (Manuel
Machado).
El
médico me manda no escribir más. Renuncio,
pues,
a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio
—¡no
que no!— por la paz de un reposo perfecto,
contento
de haber sido el vate predilecto
de
algunas damas y de no pocos galanes,
que
hallaron en mis versos —Ineses y Donjuanes—
la
novedad de ciertas amables languideces
y
la ágil propulsión de la vida, otras veces,
hacia
el amor de la Belleza, sobre todo,
alegre,
y ni moral ni inmoral, a mi modo.
Tal
me dicen que fui para ellos. Y tal
debí
de ser. Nosotros nos conocemos mal
los
artistas… Sabemos tan poco de nosotros,
que
lo mejor tal vez nos lo dicen los otros…
Ello
es que se acabó… ¿Por siempre?... ¿Por ahora?...
En
nuestra buena tierra, la pobre Musa llora
por
los rincones, como una antigua querida
abandonada,
y ojerosa y mal ceñida,
rodeada
de cosas feas y de tristeza
que
hacen huir la rima y el ritmo y la belleza.
En
un pobre país viejo y semisalvaje,
mal
de alma y de cuerpo y de facha y de traje,
lleno
de un egoísmo antiartístico y pobre
—los
más ricos apilan Himalayas de cobre,
y
entre tanto cacique tremendo, ¡qué demonio!,
no
se ha visto un Mecenas, un Lúculo, un Petronio—
no
vive el Arte… O, mejor dicho, el Arte,
mendigo,
emigra con la música a otra aparte.
Luego,
la juventud que se va, que se ha ido,
harta
de ver venir lo que, al fin, no ha venido.
La
gloria, que, tocada, es nada, disipada…
Y
el Amor, que, después de serlo todo, es nada.
¡Oh,
la célebre lucha con la dulce enemiga!
La
mujer —ideal y animal— la que obliga
—gata
y ángel— a ser feroz y tierno, a ser
eso
tremendo y frívolo que quiere la mujer…
Pecadora,
traidora y santa y heroína,
que
ama las nubes, y el dolor y la cocina.
Buena,
peor, sencilla y loca e inquietante,
tan
significativa, tan insignificante…
En
mí, hasta no adorarla la indignación no llega;
y,
al hablar del juguete que con nosotros juega,
lo
hago sin gran rencor, que, al cabo, es la mujer
el
único enemigo que no quiere vencer.
A mí no me fue mal. Amé y me amaron. Digo…
Ellas fueron piadosas y
espléndidas conmigo,
que les pedí hermosura, nada
más, y ternura,
y en sus senos divinos me
embriagué de hermosura…
Sabiendo, por los padres del
Concilio de Trento,
lo que hay en ellas de alma,
me he dado por contento.
La mecha de mi frente va
siendo gris. Y aunque esto
me da cierta elegancia suave,
por supuesto,
no soy, como fui antes,
caballero esforzado
y en el campo de plumas de
Amor el gran soldado.
Resumen: que razono mi “adiós”, se me figura
por quitarle a la sola
palabra su amargura;
porque España no puede
mantener sus artistas,
porque ya no soy joven,
aunque aún paso revistas,
y porque —ya lo dice el
doctor— porque, en suma,
es mi sangre la que
destila por mi pluma.Aquí el dibupoema (hacer clic encima para verlo mejor):
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