Con la Habitación del viejo marinero, ese retrato sin
personaje del pintor Urbano Lugrís como marco sentimental, trataré de resumir
la travesía entre Coruña y Santander vivida en las dos últimas semanas. Un
viaje donde se citan lo real e imaginario; la experiencia de navegar entre
encalmadas y turbonadas con el privilegio de compartir las estancias del alma
con su capitán, en el interior del reducido espacio de un velero de seis
metros, el Corto Maltés. Mecidos por
las olas o inquietos por los tirones de las amarras de madrugada; hastiados por
la ausencia de viento o nerviosos por su intensidad en ocasiones, avanzamos
milla a milla hacia destino, absortos en la contemplación de una costa fascinante
y peligrosa: toda la belleza que el mar ofrece lo hace siempre desde el peligro
y respeto debidos. Por eso se hace tan valiosa a bordo la presencia de un
hombre templado, riguroso y precavido como Álvaro, armador de este velerito —que el diminutivo no
constituya un demérito, sino todo lo contrario—.

Deseo ver en los cuadros de Lugrís la peripecia vital de
este hombre al final de sus días, cuando ensimismado en esa estancia que hoy se
afana en construir, rememore la peripecia de su vida marinera y se recree en
cada una de las travesías que ha llevado a cabo, hasta llegar a ese puerto que todos
hemos de compartir sin duda. Y así, con suerte, tal vez me tenga entre sus
recuerdos: Aquellos en que sorteamos con paciencia y tesón los cabos Prioriño,
Ortegal, Estaca de Bares y Peñas antes de enfilar la canal de la hermosa bahía
de Santander para amarrarnos a su atraque en Puerto Chico, dejando Ajo por la
amura de babor un hermoso día de principio de verano.
Recordará el sentimiento de contrariedad que supuso la
renuncia a navegar la primera jornada: un temporal de olas y viento
desaconsejaba la partida, además de convertir en peligrosa la arribada al
puerto de Cedeira en bajamar, con olas de cuatro a seis metros. Entre ráfagas
de viento y lluvia pertinaz recorrimos Coruña bajo los paraguas doblados. Mostramos nuestros respetos a ese
hermoso —y todavía práctico— faro, la Torre de Hércules, que los romanos dieron
en situar en este confín de aquel mundo. Solo quien tiene ocasión de
contemplarlo más tarde desde el mar en toda su magnificencia puede valorarlo
en su justa medida. La parada obligada sirvió para comparar, amarrados en el
mismo puerto, las grandes esloras de veleros en tránsito con la abigarrada
presencia de un pequeño barco de bandera ucrania. En su paupérrimo espacio convivía
un joven matrimonio y sus tres hijos pequeños con la suegra de uno de ellos,
refugiada del conflicto y acogida por estos: la guerra en su país los
sorprendió en la ciudad. Paradojas de la vida, desde la plaza de María Pita
—heroína de la lucha contra las tropas de Francis Drake: «quen teña honra,
que me siga»—, hoy sede del consistorio coruñés, suena cada mañana el Himno
a la Alegría desde su carillón. Parece que quisiera señalar con la música
la barbarie de ambos contendientes.

Me siento torpe al acceder a la camareta de popa que se me
asigna a bordo. La falta de práctica y la distribución limitada del
espacio, hacen que me retuerza buscando la precisa adaptación que solo lograré
un par de días después, cuando, tras sortear los cabos más septentrionales de
España, alcancemos el Portiño de Morás. Es este un lugar curioso, donde se dan
cita lo hermoso y lo espantoso. Una enorme bahía artificial abrazada por dos
largos espigones da abrigo a los barcos que surten de materia prima la
factoría de Alcoa, en San Cibrao. Polémica en los últimos tiempos, aún pende
sobre sus operarios la decisión de los propietarios de cerrar la planta
productora de aluminio en un par de años. La fábrica sería pues, el espanto. Aunque
siempre en función del cristal con que se mire, ya que constituye la principal
fuente de ingresos de la comarca: casi dos mil trabajadores —y todos los
servicios de la zona— dependen directa o indirectamente de ella. La hermosura,
en cambio, la conforma un paisaje de apacibles praderías que caen al mar desde
los acantilados; resbalan con dulzura hasta él para dar en tranquilas playas,
ensenadas cubiertas de vegetación, marismas y prados. Sembrados en amplias
zonas con cientos de piezas de hormigón fallidas, destinadas en su día a las
escolleras. Junto a una antigua factoría ballenera, hoy destruída, se sitúan
los pantalanes donde descansaremos mecidos como niños. Hemos dejado atrás el
balanceo del barco, los tirones de las amarras en las cornamusas, la lluvia
intensa sobre cubierta, la humedad y el frío; la larga empopada navegando en
orejas de burro bajo el aguacero, los acantilados precipitándose al vacío como
hojas de sierra; el vapor salado ascendiendo en voluptuosas nubes desde el mar
como debió hacerlo en los días de la Tierra primigenia: minúsculas criaturas emergieron
entonces de los fondos marinos a su conquista. A duras penas consigo dominar el
mareo que se instala en el estómago cuando accedo a la cabina en busca de
comida o ropa. El tiempo y el viento en la cara lograrán apaciguar esa
desagradable sensación: «no hay experto en mares turbulentos, quien afirme lo
contrario se engaña a sí mismo», he escuchado decir a experimentados navegantes
en más de una ocasión. El amanecer en el Portiño se muestra esplendoroso, despejado,
abierto a la aventura. El corazón se llena con la certeza de estar vivo, sujeto
a cierto tipo de azar que predispone a lo incierto, al abandono de la rutina;
lo desata del tedio de lo previsible. De buena mañana, un paseo por los
senderos entre las colosales estructuras de hormigón abandonadas, escuchando el
canto de los mirlos madrugadores, respirando el aroma de una higuera próxima de
la que penden como extraños frutos aros salvavidas (!), le reconcilia a uno con
el espíritu del viaje. Se siente, por un instante, un Odiseo de andar por casa
que recrease las escenas ligadas al nombre escrito en cada uno esos aros. No
solo el cuerpo viaja, también la imaginación ha de hacerlo.

Altibajos en la intensidad del viento. Maniobra de
aproximación a Ribadeo. Jugamos con la instrumentación, las cartas, la marea, la
profundidad igual que de niños hacíamos las cosas: por pura diversión.
Contemplo el puente de los Santos.
Es la primera vez que paso bajo su ojo. Pienso en el número de ocasiones en que
lo habré hecho sobre él —enamorado, exultante, deprimido; como hijo, hermano,
padre; con urgencia o tedio por llegar a uno u otro extremo—. De alguna manera,
esta travesía viene a cerrar un ciclo que comenzó hace treinta años:
Santander-Vigo-Santander, ciudad en la que trabajé entonces y a la que ahora
regreso en otro contexto. ¿He amado? ¿Me han amado? ¿He sido generoso, cruel,
aburrido, simpático? ¿Me he convertido en mejor persona? Cuesta saberlo.
En las bellas calles del pueblo, frente a una modesta casa
hoy en venta, una pequeña chapa en el suelo recuerda: “Aquí viviu Fernando
Bellón Fernández. Nado 1905. Executado 29.12.1936 Lugo” La ignominia nos
sorprende cuando menos lo esperamos.

Como en la travesía
de la vida el viento no acompaña en ocasiones, al menos de modo favorable. Son
momentos que aprovechamos para la confidencia, los temas que conmueven el
espíritu humano desde que comenzó a surcar los mares. Se habla
de hijos, padres, hermanos y nietos. La familia, en definitiva. Igual que
debieron hacerlo romanos, fenicios, vikingos, franceses o británicos al navegar
estas costas; la inquietud viene siempre de la mano de las personas que amamos,
esas de las que paradójicamente “necesitamos” despegarnos al hacernos a la mar
para echarlas de menos una vez en ella. Es la contradicción recurrente del
marino. Lo cierto es que a bordo se establece una suerte de complicidad que
sorprendería en cualquier otra circunstancia; uno no sabe por qué acaba
compartiendo con una persona a la que no une amistad estrecha, emociones o secretos
del corazón que no ofrecería en otro caso. Bienvenidas, pues, las encalmadas.
Resulta insólito recorrer los paisajes de la vida de uno,
verlos desde la costa, con distancia, sumando a los años transcurridos las
millas hasta alcanzar aquellos lugares donde vivió cosas trascendentes para él: el
camping de Taurán (Luarca) y el enfado monumental de su novia de entonces; los
ríos Eo, Nalón, Navia o Sella de sus gestas deportivas; los puertos de
Cudillero, Candás, Ribadesella o Avilés… vida nocturna, bohemia, plagada de expectativas
y búsqueda del amor que, a menudo, se mostraba esquivo. Lo que no ha cambiado
desde entonces es el cielo de acero del principio de verano, el recuerdo de
elaborar permanentes planes de fuga en busca de sol y relaciones de fortuna.

Comparo
la juventud de este momento con aquella otra, la nuestra,
que asomaba a la vida desde un mundo bronco, áspero, aunque cargado
también de ilusión y esperanza. En esta ocasión nos recibirá en Coruña
una prueba del
Campeonato del Mundo de Triatlón. En sus bares escucharé a chavales con
la
primera barba hablar de las pruebas a que acudirán en Hawai, San
Francisco o
Berlín como quién menciona el barrio de al lado. En la estación de
autobús de
Llanes desembarcan chicos procedentes de media Europa cargados con
pesadas
mochilas: se dirigen a las montañas o playas del entorno. En el arenal
de
Oyambre nos asegura Jacobo, seguidor de la estela del Corto en las redes y
marinero entusiasta, que algunas familias se desplazan cada fin de semana desde
Madrid para que sus hijos practiquen surf. Dos chicas se despiden en el andén
de la estación de Oviedo con un beso jugoso y prolongado en la boca, cargado de
amor, tristeza y… naturalidad. Echo la vista atrás, me inunda la melancolía y
asimilo el paso del tiempo sin contrariedad: todo cambia.

La
espléndida mañana que abandonamos San Vicente de la
Barquera dos monjas se disponían a saltar a una barca desde el muelle.
Debían
atravesar un cenagal y esperaban, caña en ristre, a que el
botero se acercase cuanto pudiese. Un niño aguardaba a su abuelo con
igual motivo
y las miraba sorprendido. Rodeado de aparejos, provisiones y gasoil
despertó
en mí cierta envidia: asistiría al final de esa escena singular, alguna
monja
acabaría sentada en el barro o con el hábito arremangado en el embarque.
La educación pudo más que la malicia y me fui. Una vez en mar abierto
el cansino
sonido del motor traquetea a popa, nos brinda la ocasión de contemplar
una
majestuosa vista de los Picos de Europa con algunos neveros todavía en
las
cumbres. Desde la altura sus grises piedras se suceden en bosques,
valles y
praderas hasta alcanzar el borde del mar. Sobre los humedales y esteros
se alza
imponente la silueta del pueblo medieval: la Torre del Preboste
(recaudador de
impuestos), el castillo de San Vicente o la Iglesia de Santa María de
los
Ángeles, espléndido balcón sobre la laguna donde el realizador Emilio
Martínez
Lázaro (Ocho apellidos vascos) rodaba
en ese momento una película. Vista desde el mar no se hace difícil imaginar la
villa ocho siglos antes,… de no ser por las docenas de urbanizaciones que hoy la
rodean en favor de la pujante industria turística. Ya de noche, de camino al
barco, me toparé con una máquina expendedora de leche. Me parece extraño,
aunque resulte de lo más natural en la Comunidad de Cantabria. En la plaza del
ayuntamiento de Luarca, a uno y otro extremo de esta, se enfrentan las
esculturas del Premio Nobel Severo Ochoa y su discípula y paisana Margarita
Salas, ilustre bioquímica e investigadora, fallecida a causa del Covid en 2019.
Resulta sorprendente que un pueblo tan pequeño atesore tanto talento. En la
playa de la Griega (Lastres) visitamos las huellas de dinosaurio que permanecen
desde hace millones de años fosilizadas entre sus rocas. Son pequeñas anécdotas
que hacen de cada etapa una travesía singular.

Una
vez en Santander la calurosa acogida de Álvaro y Ana, su
mujer, en la casa de ambos, pondrá el broche de oro a una navegación que
se
inició con tiempo endiablado y finalizó del mismo modo. Provoca cierto
extrañamiento ocupar el cuarto de uno de sus hijos, tal como lo
dejó cuando abandonó el hogar familiar y comenzó a vivir su vida lejos
de casa.
Los posters, libros, fotografías; la cama, el escritorio, los muebles
juveniles me evocan otra habitación en otro hogar distante, desaparecido
para siempre.
A reseñar, la visita al Centro Botín una mañana de sirimiri:
el acero y cristal de la bellísima obra del arquitecto Renzo Piano se funden
con la bahía. Sumido en la bruma de un paisaje fantasmal, su liviana silueta
ovalada y transparente, consigue que dialoguen el verdor primaveral de los
Jardines de Pereda con el gris plomizo del mar. En el exterior, cuatro fontanas
esculpidas en bronce semejan pedreros costeros, son obra de la escultora Cristina
Iglesias; en el interior, dibujos del que fuera su pareja y brillante escultor,
Juan Muñoz, fallecido en la cumbre del éxito. Aportan pistas de una obra
inacabada y rica que hubiera alcanzado cotas mucho más altas de no haber
recibido la visita prematura de la parca. En particular, los bocetos para la ilustración de El corazón de las
tinieblas, un personal enfoque de la obra homónima de Joseph Conrad.

A modo de despedida, una manifestación ante la sede del
Gobierno Civil de Cantabria corea “OTAN no, bases fuera”, en referencia a la
Cumbre de ese organismo en Madrid. En algunos aspectos parece que el tiempo se
haya detenido.