Hola navegantes.
Hace unos veinticinco años conocí a un navegante que me ha marcado profundamente. Una mañana desembarcaba tranquilamente en Punta Rabiosa con mi velero de entonces, un Cóndor 20, y vi en la playa a un hombre enjuto limpiando la cubierta de un velero como el mío. Por la similitud de los barcos trabamos conversación, y de nuestra forma similar de concebir la navegación, y la vida en general, surgió una amistad que ha durado hasta el final.
Carlos Pellón era un ingeniero jubilado, aunque su aspecto físico engañaba respecto a su edad. De joven había sido espeleólogo, y entre otras cosas realizó la primera topografía y medición exacta de la Torca del Carlista, en 1958. En las siguientes fotos podéis verle, con una juventud insultante y con el rostro de un cristo crucificado dos veces, a la salida de la cueva. Y en la segunda, el escenario con los medios de entonces, que más parece una trinchera de la primera Guerra Mundial:
Profesionalmente había trabajado en Euskadi en los años de plomo de la ETA, y como no había cedido a su extorsión había estado amenazado de muerte, le habían dado permiso de armas y acudía al trabajo con pistola. Al jubilarse se instaló en un pueblecito de la bahía de Santander. Como consecuencia de un divorcio gris y de la independencia de sus hijos, vivía solo y pasaba temporadas en el velerito. Recorría habitualmente la costa cantábrica, entre Asturias y Euskadi, lo que para un velero de menos de 6 metros tiene su mérito, y había pasado varios meses en el mismo velero en el Mediterráneo, donde le había llevado en un camión. Aunque Carlos era un peso wélter, tiene mérito que aguantara viviendo varios meses en ese barquito. Su técnica de pernocta era varar en la playa en bajamar (el Cóndor 20 era de orza abatible) o amarrarse en las escaleras de desembarco de los anexos, ya que su velero entero era tan pequeño como muchas de las zodiac que usaban para desembarcar de los veleros fondeados. Su ejemplo me animó a mis primeras navegaciones por fuera de la bahía con el Cóndor 20, y a comprender que el tamaño no importa, sólo la prudencia y la pericia del capitán. En la siguiente foto nuestros dos veleritos, el Gonia y el Corto Maltés, los de entonces, en un rincón de nuestra bahía:
Como en el terreno científico Carlos tenía una curiosidad de portero, al jubilarse se dedicó a investigar las bases científicas de la radiestesia, para la que estaba especialmente dotado. No sólo era capaz de encontrar agua subterránea con las varillas, también acertaba su curso, su dirección y su profundidad. Más allá de eso dedujo las bases fisiológicas de la radiestesia (detección de pequeñas alteraciones gravitacionales por las células ciliadas del utrículo y el sáculo del oído interno) y aplicó sus conocimientos a diversos estudios arqueológicos. Con sus varillas estudió templos católicos, musulmanes, construcciones mayas y egipcias, etc, en diversos viajes por el mundo, demostrando que todos ellos estaban construidos siguiendo las líneas de las corrientes subterráneas de agua. Dio algunas clases magistrales en alguna universidad de México, y mantuvo un blog con sus descubrimientos:
En 2001 compartí con él y con mi hijo Pablo una navegación por el Mediterráneo en una goleta de 18 metros. Aquello era otro mundo comparado con nuestros dos pequeños minifundios que se movían a vela por Santander, y nuestra amistad se estrechó y dio origen a multitud de anécdotas. Porque entre otras cosas, durante aquella navegación nos explicó los secretos de la radiestesia y nos enseñó a practicarla (en la segunda foto, practicando con las varillas en Cabrera, sobre el azul pastel del Mediterráneo en verano):
También hizo un estudio radiestésico de los menhires de Valdeolea, en Cantabria, demostrando que su recorrido sigue las líneas subterráneas de agua, y que uno de ellos está plantado al revés. Debió caerse, y al encontrarlo tumbado lo levantaron al revés, lo de abajo arriba, quedando situado a 4 metros y pico de la ubicación original, que es donde se cruzaban las líneas subterráneas, exactamente la misma distancia que la altura del menhir.
Carlos navegó hasta cerca de los 80 años, casi siempre en solitario, y colaboró con nuestra actividad de vela solidaria "Carpe Diem" con niños de oncología. Con el paso del tiempo fue haciendo adaptaciones a su velero para compensar sus limitaciones funcionales, hasta que comprendió que no podía seguir. Un día tuvo un pequeño ictus mientras navegaba en solitario, y consiguió llegar a puerto y a su casa antes de llamar al 112. Aunque se resolvió sin secuelas consideró prudente dejar de navegar y vendió el Gonia. Aunque a él le dolió como la enfermedad de un hijo y a los amigos la decisión nos dio en plena linea de flotación, todos le dijimos que hacía lo más prudente. Y aunque luego vino a navegar con nosotros algunas veces, se veía que ya no era lo mismo. Venía a bordo con ganas de fondear y con unas modestas notas a punto de no ser leídas, donde explicaba sus descubrimientos de radiestesia para un futuro libro, que no vio la luz.
Carlos nunca temió a la muerte, y fue capaz de escribir su propio epitafio poético, que comparto con vosotros, en el que se imagina volviendo a navegar en el Gonia, esta vez hacia la eternidad (clic encima para verlo mejor):
Se ha marchado a la francesa y discretamente, como vivió, de una manera rápida y sin sufrimiento, aunque los últimos años muy afectado por sus limitaciones físicas, que en una persona con la mente completamente lúcida, como él, son más dolorosas de aceptar. Descanse en paz. Yo le rindo homenaje con mis propias palabras para cuando me llegue el mismo momento:
Pues ni eso me importa, yo viviré día a día
entre la montaña, el río y el azul de mi bahía,
hasta que me abracen la enfermedad o las rompientes
y me deba despedir de la ciudad en la que eché los dientes.
Si hay más allá disfrutaré de la vida desde arriba
siguiendo la historia de mis hijos y de los siguientes,
y si no lo hay lo lamentaré por todos los creyentes.
Yo no me arrepentiré de mucho en la Triste Comitiva.
Con cuidado, navegantes.
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