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domingo, 6 de febrero de 2022

Vergüenza ajena.

 Hola navegantes.

Antonio Doria, patrón del velero Tam-Tam y navegante oceánico, que ha prologado mi libro de la vuelta a Italia en el Corto Maltés, dice allí:

"Por mi trabajo, Atlántico para aquí y para allá, he tenido la suerte de encontrarme y compartir millas con muchos aficionados al mar y los barcos, así que veo que esto que llaman el “deporte de la vela” es una especie de cajón de sastre en el que cabe un poco de todo. En teoría practican vela los que tienen un barco que jamás sale de puerto, los que lo usan sólo como una segunda casa en la costa, los del 50 pies para la regata del domingo, o los muchos que compraron un barco demasiado grande sólo para alimentar sus sueños… Luego están los que efectivamente partieron, que son los menos...".

Y es tan verdad  que a menudo sentimos vergüenza ajena por anuncios o reportajes de barcos de vela que apuntan a los más bajos instintos. Y si no mirad este reportaje del velero J/45, que cuesta 676.000 euros, aparecido en la revista Voiles et Voiliers:


 En el texto dice nada menos:

"La competencia en estas esloras de barcos rápidos no se juega sólo en las prestaciones. Se trata también de ser hermoso, de adular el orgullo del propietario y de provocar celos en los vecinos de pantalán". 

¿Os lo podéis creer?. Con esos reportajes desde luego no fomentan el deporte de la vela, que debería ser su objetivo. ¡Qué vergüenza!. Y lo gracioso es que a veces a esos que se lo tienen creído y presumen en su pantalán,  la casualidad les da una bofetada cuando van a otro puerto. Por ejemplo mirad lo que conté en nuestra navegación a Elba, en el puertecito de la Isla de Capraia:

"Por la radio pedí atraque para dos días y me dijo el marinero que para el segundo lo tenía difícil porque esa tarde-noche llegaba una regata que llenaría todo el puerto. Pero cuando le dije que el calado del Corto Maltés era de 70 cm dijo que entonces no había problema, y nos puso en el pantalán más al fondo del puerto, en una zona que cala alrededor un metro, donde otros veleros no podían entrar. El cliché era profesional, con una iglesia vieja, desconchada y recoleta, de color manila con la torre del campanario rosa, reflejada en el mar al lado de nuestro barquito, inmejorable.

 Esa tarde-noche empezaron a llegar al puerto los barcos de la regata. Se trataba de una regata de barcos de época, la mayoría de madera, auténticas joyas de la náutica con tripulaciones uniformadas. Un auténtico regalo para la vista, aunque para desear uno de esos barcos hay que ser un maniático de la lija y el barniz. Yo no querría uno ni regalado. A nuestro estribor llegó también un velerito más viejo y pequeño que el Corto Maltés, calculo que poco más de 5 metros de eslora, con pabellón alemán y por lo menos con una pareja a bordo. Creo que también viajaba con ellos Cupido, pero a ese no le vi. ¡Venir desde Alemania en ese esquife, con lo fácil que es que una tormenta encuentre los puntos débiles de un barco viejo!. Está claro que el que no navega es porque no quiere y busca cualquier disculpa para justificar su indecisión. Aquél barquito no tenía ni quitamiedos, o sea que las maniobras en la cubierta en mitad del mar se hacían a mano libre, sin ninguna protección para un resbalón o una pérdida de equilibrio con una ola. Porque la cubierta de un velero, mojada y con el barco escorado, es resbaladiza como una capa de hielo. El fueraborda era de 4 CV (¡el nuestro de 6 nos parece pequeño!) y la cabina enana. La pareja de teutones estaba quemada por el sol, con un gracioso color rojo inglés en la piel de la cara, las piernas por debajo de los calzones cortos, los hombros... y no nos extrañó porque hacían toda la vida en el exterior. En aquella camareta no creo que cupieran ni sentados. Pero ahora viene lo sorprendente: en aquella precariedad de espacio nos daban cien vueltas a nosotros en “presentación”. Sacaban la botella de vino fresquita (obviamente tenían nevera) y hasta copas largas de cristal para brindar viendo posarse en el horizonte aquel sol de baloncesto, y ponían la mesa de la bañera ordenada, con mantelito y servilletas de tela, y con cubertería. Hacían el desayuno americano, por supuesto con huevos fritos y salchichas gordas de su patria.

Luego llegó a puerto un megayate a motor cuyo capitán pidió ayuda por la radio para hacer la maniobra. Repitió varias veces que venía “solo con su mujer”. Nos dio curiosidad y vimos todo el proceso. Un marinero subió a bordo para hacer firmes las amarras y otro se las colocaba en los norays sobre el muelle. En algún momento incluso el marinero tomó los mandos del barco, gobernando el timón. Mientras la mujer, bastante más joven que su marido, paseaba por la plataforma de popa sin mover un dedo y cuando terminaron les dedicó lo que podía tomarse por una sonrisa. No debía considerar propio de su rango agarrar un cabo. Lo más gracioso es que más tarde llegó otro megayate casi el doble de grande y lo colocaron a su costado. Debe ser frustrante tenértelo creído por ser dueño de un barcazo, presumir delante de tu mujer dando órdenes a la marinería, y que a continuación te recuerden tu pequeñez poniéndote al lado un barco que duplica al tuyo. ¡Así es la vida!."

De aquella recalada lo más claro es que eran más envidiables los alemanes (y a lo mejor hasta Ana y yo) que el del barcarrón. Y en la siguiente foto os enseño la aproximación a la Isla de Capraia desde el Sur, cuyos acantilados, con cierta incidencia de la luz del atardecer, reproducen los colores de la bandera italiana, verde, blanca y roja en barras verticales, correspondiendo el verde a la Cala Moretta con su vegetación frondosa, el blanco a la Punta Zenobito, y el rojo a la Cala Rossa, que es el último cráter del volcán que formó la isla:

 Y no señor, no se necesita un pepino de barco para ir a verlo.

Con cuidado, navegantes.

1 comentario:

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