Hola navegantes.
Ya he terminado la lectura del libro de Capucine Trochet, y creo que la respuesta al título de esta entrada es un poco de ambas cosas.
Aunque el libro se publicó en francés en 2020, el viaje que cuenta se realizó entre 2011 y 2013, siete años antes, lo que le dio a Capucine el tiempo suficiente para madurar todo lo que le ocurrió. Y desde luego fue una heroicidad. Aunque el barquito ya había navegado desde Bangladesh a Francia con su anterior propietario, cruzar el Mediterráneo en invierno, y luego el Atlántico, en ese "velero" de construcción amateur, que aunque tenía una eslora de 9 metros su francobordo era de poco más que un palmo, y sin motor, es parecido a la travesía en una Zodiac de Bombard o a la bravuconada de los que lo cruzan en piragua o en windsurf. Y más heroicidad todavía teniendo en cuenta los dolores que le producía su enfermedad, la falta de medios materiales similar a los que dependen de un montepío, y que hasta pocos meses antes había estado en silla de ruedas y sufrido varias operaciones.
Pero se impone un poco de sentido común para que su aventura no fomente los proyectos suicidas. Salir al Mediterráneo para cruzar el Golfo de León en noviembre, con un velero de francobordo tan pequeño, sin motor y sin quilla (el lastre lo lleva en el fondo del casco) alguien podría considerarlo imprudente. De hecho, estuvo 6 semanas intentando superar el Cabo de Gata y no pudo, teniendo que pasarlo llevando el barco por carretera en un camión. Varias veces el barco se tumbó hasta la horizontal, y las olas se embarcaban constantemente inundando la camareta y disparando los chalecos automáticos. Algunas de las tormentas que resistió fueron de nieve, por supuesto sin calefacción a bordo, aguantando al timón sus navajazos de frío las muchas veces que fallaba el piloto automático. La cubierta no era estanca, mojando el interior, y tenía una vía de agua de mar que le hacía achicar más de 100 litros al día con un cubo y una botella recortada. Primero creyeron que la vía de agua venía de la bocina del eje del motor, que como no funcionaba decidieron extraer y taponar el agujero con un espiche. A pesar de eso siguió entrando agua. En el viaje del propietario anterior, de Bangladesh a Francia, calcularon que había achicado unas tres toneladas de agua durante toda la travesía.
A Capucine le pasó también (como a mí en el viaje a Londres) eso que creemos que les pasa sólo a los demás, o que no pasa nunca: se le rajó una tripulante. En Canarias, para afrontar el Atlántico, había recibido a una amiga íntima con la que había navegado en barcos de regata y era esposa de un regatista oceánico. El día de la salida, con el barco ya pertrechado y a punto de soltar amarras, Capucine fue a devolver las llaves del varadero. Y al volver al Tara Tari vio las bolsas de su amiga en el pantalán y le dijo que se volvía a Francia, dejándola tirada a punto de iniciar la etapa más peligrosa. Un ataque de pánico sobrevenido, como el de mi tripulante en Granville, que a Capucine le hizo posponer la salida y cambiar todos sus planes. Tuvo suerte, como yo, pues encontró otro tripulante que resultó mejor que la que abandonaba.
Entre los incidentes, descubrir que uno de sus tripulantes era sonámbulo, por lo que tenía que atarle también mientras dormía. En un temporal el viento le arrancó la lentilla de un ojo y una ola la del otro, teniendo que terminar una maniobra difícil en la proa con la vista borrosa por su miopía. Yo nunca había leído un incidente similar. Al cambiar el camping gas de la cocinita (que lo hacía en la bañera para que no oliera a gas la camareta) una ola se llevó la bombona al mar y tuvieron que hacer la mitad de la travesía del Océano sin cocina, comiendo los liofilizados fríos y sin poder tomar un té o un café calientes. En la foto, el interior espartano del Tara Tari y la cocinita que se cayó al mar (no tenía ni soporte y había que sujetarla con las manos mientras calentaba):
Sufrieron un incendio a bordo y la rotura de un obenque. Les abordó un mercante, librándose de la colisión porque al ser el barco tan pequeño les apartó la ola de la proa del mercante. Y Capucine, por si tuviera poco con sus dolores habituales, se fracturó un dedo del pie.
En el último capítulo reconoce: "El mar nunca me ha llamado. Acabo de darme cuenta". Lo que estaba buscando era un viaje interior en busca de sí misma o vete a saber, que a lo mejor habría encontrado igual con otra actividad. Después de llegar a Martinica se quedó dos años navegando por el Caribe y luego regresó a Francia, donde ahora ha creado una familia. En una de las escalas, en Gibraltar, conoció a un navegante que se estableció allí y Capucine hace estas reflexiones: "Hemos estado mucho tiempo hablando de aventuras en el mar y en tierra que consisten, o más bien requieren, establecerse durante un tiempo para construir algo más, quizá la aventura más hermosa de todas, una familia".
En resumen, un libro y una experiencia vital extraordinarios, que os recomiendo leer aprovechando ahora que se ha publicado en castellano, para que saquéis vuestras propias conclusiones.
Con cuidado, navegantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios son bienvenidos.