Al salir fuimos a conocer a "Groucho", el nuevo barco jurado de las regatas del Club Marítimo. Le habían botado ese mismo día y estaba de gala. Se le ha bautizado así en honor de un juez de regatas muy conocido y apreciado, y es una réplica en aluminio de la embarcación anterior de madera, "La Josefa", que va a desguazarse. Por cierto, el nombre "La Josefa" también era un homenaje a otro personaje muy querido en el club.
Navegamos bajo la luz del atardecer antes de fondear para la cena:
Los fuegos fueron a las 23:30, un poco más tarde de lo habitual, y además, contra su costumbre, se retrasaron bastante. En la bahía se nota más el eco de las explosiones contra los edificios, y el reflejo de los destellos en las ventanas de todas las casas de la ladera de la ciudad. Por eso el espectáculo es más impresionante. Al terminar algunos nos quedamos a dormir a bordo. Una de las grumetillas, que tenía miedo a dormir fuera de casa, al final se decidió a quedarse. Es un orgullo contribuir a estos pequeños pasos en la madurez de estas personitas. Dormimos plácidamente en una noche sin sobresaltos, sobre una lámina de agua tranquila como un espejo. Desayunamos a bordo y les dejamos en puerto a las 10 porque nosotros seguíamos navegando.
El sábado fuimos de excursión a Laredo, en teoría poco más de 20 millas. Pero nos cogió un Nordeste de cara de fuerza 5 mantenida , con marejada, que nos tuvo 8 horas de lucha contra esa potencia que se empeñaba en echarnos para atrás, y los inevitables bordos alargaron el recorrido hasta casi 30 millas. En mitad del recorrido está el Cabo Quejo, cuya silueta recuerda un hombre dormido:
Pero ni se te ocurra dormirte aquí, porque es el punto donde más azota el Nordeste y donde más se hace sentir la corriente contraria. Sin embargo a su altura ya se divisa el Monte Buciero, nuestro destino, y como el rumbo se desvía hacia el Sureste suele ser el momento en que se acaban los bordos interminable y puedes hacer rumbo directo, aunque eso sí, siempre ciñendo, con el barco escorado y dando pantocazos.
Llegamos a Laredo derrengados, fuimos a dar un paseo por el pueblo y nos dormíamos en los bancos. Después de una noche tranquilísima, el domingo volvimos a Santander. Salió el mismo viento inclemente del Nordeste, pero como ahora nos venía de popa pusimos el espí al salir de Laredo y no lo quitamos hasta Santander. Ahora el mismo viaje que el día anterior nos había costado 8 horas se convirtió en 3 horas y media de una empopada tranquila, y a rumbo directo: lo bueno de la vela. Llegamos a Santander a media tarde con tiempo para una parada de descanso antes de volver a nuestro atraque.
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