Hola navegantes.
Después de la semana con el grumetillo por los canales llevamos el barco a Santurce por carretera en un camión. De allí nos quedarían sólo dos etapas hasta Santander. ¡Qué ganas tenía de volver a pasar frío y de mojarme con un poco de lluvia!. Pero en mala hora se me ocurrió desear tales cosas.
La primera noche fue heladora y me desperté soplándome los dedos a pesar de haberme acostado vestido, con el saco de invierno, con la ropa térmica larga y con el bluf. Y la segunda aún peor que la primera, no pudiendo dormir por el ruido del viento del oeste que desgarraba el aire, y cayendo Niágaras de lluvia.
El pronóstico para el día que deberíamos salir hacia Santander también daba mucho de lo que tanto había estado añorando en la canícula de los canales: cielo cubierto, lluvia todo el día, viento frío de cara (el "gallego") y olas de 1,3 metros. Nos levantamos metiendo las manos bajo las axilas y echando ahora pestes de esa meteorología cantábrica, que nos hacía volver a ponernos el traje y las botas de agua y los jerséis. En el cuaderno de bitácora llegué a un separador en que se veía un pesquero entre icebergs fondeado en la Isla Decepción, de la Antártida. No pude evitar poner una viñeta que salía del pesquero diciendo:
Desde que salimos nos agarró un viento fuerte y mal colocado, porque venía del norte al noroeste y no era ni mucho menos el fuerza 4 anunciado, sino más bien de fuerza 5-6. O sea, justo de morro para salir del abra de Bilbao, y con olas que no eran de 1,3 metros como decía el pronóstico sino de 2 o 2,5 metros. Y todo ello aderezado con unos chubascos que nos caían encima como piedras y que hacían desaparecer el horizonte, porque había tanta agua por encima de la superficie del mar como por debajo. Y reaparecieron algunas goteras en la camareta. Luego me enteré que esos chubascos habían provocado en Santander inundaciones, ríos de agua por las calles y cierre de túneles.
Pero finalmente llegamos a Laredo, y el día siguiente a Santander pero otra vez sin viento y bajo un sol de qué sé yo, porque a esas alturas del viaje ya había agotado todos los calificativos. Y allí se acababa el viaje.
Con cuidado, navegantes.








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